Flores Silvestres
Alejandra Fenochio
1er Edición- 30 de Septiembre al 19 de Noviembre, 2022- 2da Edición, 25 de Noviembre al 11 de marzo del 2023
INFORMACIÓN
El retrato es una ronda
Notas preliminares para abrazar la intensidad de la pintura de Alejandra Fenochio1
por Jimena Ferreiro
“Todxs querían conquistar el mundo”, me dijo Alejandra Fenochio mientras desplegaba la serie de retratos producidos en los 90 durante largas sesiones de pintura en compañía de sus amigxs. Por entonces Alejandra producía sin parar –un impulso desde la pintura que nunca abandonó– y bailaba tango en los espacios que mezclaban lo nuevo y lo viejo, el under y la cultura tradicional, el rock y la milonga. Recorría el circuito nocturno porteño que dibujaba el Parakultural, el Dorado, el Canning, la Age of Communication, Nave Jungla, Zapatos Rojos y Ave Porco: lo mejor de la contracultura de los 80 proyectada en una nueva década. Nuevas formas de agenciamientos que buscaban conservar, como una militancia del amor, la desobediencia y el principio de libertad inclaudicable de lxs cuerpos. Por eso bailar, rockear, confundirse y abrazarse mientras inventaban un activismo cuir intuitivo y avant la lettre. La vida como experiencia festiva y carnavalesca; el vitalismo de los sótanos y el romance con los márgenes. Reinventar la juventud, la intensidad de lo cotidiano, sacarse la cabeza y procesar el trauma del exterminio.
No me daba cuenta que estaba haciendo una crónica de época
La marca “los años 90” es un prisma que hace foco tanto como deforma, como en un palimpsesto, la multiplicidad de fenómenos culturales producidos al fragor de una década tan fascinante como abismal; donde las obras hicieron síntoma, a su tiempo y extrañamente, de una cultura del excedente, la novedad, y la expansión del consumo.
Un poco más de una década –entre la hiperinflación de 1989 y el colapso total de 2001–, que impulsó transformaciones de matriz neoliberal articuladas por un liderazgo carismático, inéditamente mediático, entrampado en la fantasía de la globalidad.
Latitas de bebidas importadas, marcas desconocidas de cigarrillos, nuevos insumos tecnológicos (desde la cámara de video VHS con la que Bruzzone comenzó a registrarlo todo a partir de 1995 hasta las cámaras fotográficas que permitieron aproximar la fotografía a las prácticas contemporáneas), la posibilidad de viajar gracias a la paridad cambiaria y la importación china que fundaría los icónicos “Todo x $2” e inundaría sus góndolas de surtidos plásticos.
Entre la resistencia y el acople –miméticamente y a contrapelo–, lo cierto es que los contrastes se evidencian cada vez que ponemos en circulación nuevos testimonios materiales que permiten desarticular la aparente unidad estilística que la crítica construyó en torno al canon de los 90. Otras visualidades, nuevas tácticas y un conjunto de obras, como las pinturas de Alejandra Fenochio, a la espera de un tiempo distinto que pueda mirarlas, tal vez por primera vez.
La pintura es escarbar para afuera
La serie de retratos que presentamos en la nueva galería Nora Fisch se espejan en el mundo escénico, el varieté y la extravagancia. También en el lujo plebeyo del repertorio de productos en serie que poblaron los anaqueles del consumo masivo de los 90; y con el deseo de intimidad en medio del cambio cultural que desplazaría lo privado por la extroversión de las pantallas. “El retrato tiene eso de encerrarse a pintar con el otro”, es una conversación y una forma de escape; y son siempre deformes porque el tiempo se sedimenta en su superficie y las miradas se superponen en el devenir a la par.
Hay tantas décadas como personas que nos interpelan desde su experiencia; tantas memorias como itinerarios posibles trazados desde un otrx, y en eso estaba Alejandra, dejando testimonio activo de un cúmulo de subjetividades que poblaron su vida. Retratos en mutación, crónicas de época, diario en imágenes.
Me gustan especialmente estas pinturas porque son retablos de iconografía popular, altares de divinidades profanas ancladas en atributos que transforman la atmósfera hasta volverla su propia piel; y a su modo, plegarias para un tiempo que ya pasó.
Así es como Sol Bustelo es una diosa tropical y exuberante que se abre en flor como su cuerpo que danza y reposa. La Yaguareté exhibe su desnudez en medio del paisaje del Paraguay enmarcado por ajíes plásticos comprados en una tiendita del Once, que contornean una marquesina de fuego y pasión. Orge es un Buda del suburbio alimentado a base de su propia basura, y como una arqueología urbana, los cadáveres que lo adornan son el registro del paso del tiempo. Rodolfo San Gladiolo es esbelto y espiralado como la forma manierista que se contorsiona; húmedo y perfumado como las pieles sudorosas de las tierras calientes del norte. La López es acuosa y etérea, como sus sirenas, como el finisterre de donde viene, de océanos insondables y mitológicos. Seedy es Pop, estridente, diseño pucci, pattern y taller de costura familiar, donde creció Alejandra. Mataco es Carla Morena, adornada con perlas y plumas, al desnudo y en tránsito, mirando al futuro que se parece mucho más a lo que alguna vez deseó. Marie es la jauría y el aquelarre, protectora animal, nómade y poderosa; y Lila es leve como su cuerpo que ya no está. Juntos, estos retratos, componen una erótica de la pintura: pulsión deseante e irrefrenable que marcó desde siempre el tempo de su obra. La clave es no parar nunca.
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